I. Allegro ma non troppo, un poco maestoso
Ayer asistí al concierto de la primera temporada de 2023 de la Orquesta Sinfonica del IPN. El programa, como explicaba el director Enrique Barrios, tenía como número cabalístico el nueve e incluía el Danzón 9 de Arturo Márquez y la Sinfonía N° 9 de Ludwig van Beethoven.
El Danzón 9 es reciente, apenas del 2017 y, se nos narraba que, coincide con la época del muro de Trump. Según esto, el compositor indica que arranca «con furia» y después se torna una melodía más tranquila que refleja la bondad del pueblo mexicano. Duración: menos de 15 minutos.
Hubo un intermedio, en lo que la orquesta se reagrupaba y daba paso al coro de poco más de 70 hombres y mujeres. Al frente: soprano, mezzosoprano, tenor y barítono. Arrancaba una pieza que duraría más de una hora.
II. Molto vivace
A mi lado derecho había dos señores ya avanzados de edad, quizá en sus sesentas o un poco más. Por su apariencia y su conversación podría suponer que quizá se dedican a la docencia. Antes de iniciar el concierto, la charla giraba en torno a otra persona, un conocido de ambos, que al parecer es cristiano. Se quejaba uno de ellos, no de su religiosidad, sino la actitud de superioridad moral que mostraba. Luego, cuando el programa inició, callaron y escucharon pacientemente.
Alguna vez, hace unos doce años, asistí a escuchar Carmina Burana. En 2012 acudí a ver Nabucco de Giuseppe Verdi en Bellas Artes. Recuerdo haber disfrutado ambos. Sin embargo, lo que quiero decir, es que, mi contacto con la música clásica y el canto, si bien puede estar arriba del mexicano promedio, es también ridículamente escaso. Lo que escribo a continuación lo hago con atrevimiento, con ignorancia y, honestamente, con poca investigación. Cavilaciones de medianoche.
El caso es que, a la media hora de la sinfonía, comenzaba yo a batallar con la pesadez de los párpados. Me sentía relajado, luchaba por mantenerme despierto y giraba constantemente mi cabeza procurando encontrar otro rostro cómplice que me hiciera sentir menos mal. Dirigí mi mirada hacia los viejitos en silla de ruedas de los pasillos apostando que hallaría a alguno de ellos perdido. «¡Demonios, ambos están despiertos!», me dije para mis adentros. Y no hallaba el momento de que el coro comenzara.
III. Adagio molto e cantábile
El coro comenzó y disipó de inmediato mi sueño. Disfruté el resto. La sinfonía terminó y llovieron los aplausos por minutos. Fueron tantos que el director regresó y volvimos a escuchar el pedazo final. ¡Magnífico trabajo! Estamos hablando de casi unas 150 personas, entre coro y orquesta, llevadas por un director que misteriosamente mueve su batuta para dirigirlas y todos juntos ejecutar una obra coordinada casi a la perfección. No solo eso, cada uno de los miembros es un personaje que se ha especializado por años en una habilidad que ahora realiza con proeza, sea su voz o un instrumento. Verlo, oírlo, vivirlo es, sin duda, una maravilla.
Uno de los viejos que están sentados a mi lado le dice a su compañero: «No es fácil escuchar una pieza así. Un joven fácilmente te aguanta unos 15 minutos y se va». No lo decía con soberbia. Hablaba de otro evento al que habían asistido, al parecer un día anterior, y que era algún tipo de jolgorio en el centro de la Ciudad. No hablaba con menosprecio, finalmente daba a entender que habían asistido y era otra faceta de la música y la cultura. Sin embargo, se refería a esos jóvenes, de esas fiestas y decía que la mayoría no te aguanta un concierto así. Luego decía que es un trabajo que lleva su tiempo, educar el oído, desarrollar cierta inclinación y, por supuesto, estar en contacto con ese tiempo de música.
No pude más que asentir mentalmente con él. De paso me prometí que en cuanto pueda, regresaré uno de estos días llevando a mis sobrinos y a ver qué pasa. Luego, en el camino de regreso, dándole aún vueltas a aquella conversación, me pregunté si hay todavía «Beethovenes» en nuestro tiempo.
IV. Presto
Probablemente muchos dirán que sí y citarán a algún compositor relevante de nuestros tiempos. Sin embargo, mi pregunta va más enfocada a si estos compositores hacen un esfuerzo cercano a lo que hacían estos músicos de la antigüedad, si se siguen haciendo obras tan grandes y descomunales como en el pasado y si aún tienen la misma demanda.
De pronto se me viene a la mente una comparación quizá un tanto burda. En el pasado se construyeron catedrales u obras arquitectónicas impresionantes que implicaron una cantidad absurda de trabajadores, incluso esclavos. No se contaba con las herramientas ni la tecnología de ahora. Y quizá por todo eso, son tan sobresalientes hoy. Todo ese trabajo y riqueza invertidos. Y creo que podemos entender por qué tampoco se hace algo semejante en la actualidad. Ningún millonario o nación contemplaría iniciar la construcción de otra Basílica de San Marcos, con sus mosaicos pintados a mano y sus aplicaciones de hojas de oro, o construir otro Taj Mahal con sus piezas de mármol esculpidas a mano. Serían, creo yo, impagables y nada redituables. Y si acaso se hicieran con los mismos materiales, pero usando, ya no la mano humana, sino tecnología y automatización, entonces no tendrían el mismo valor que sus antecesores.
¿Sucede lo mismo con estas sinfonías? ¿Son comparables las actuales con las que se hacían en el pasado, o sencillamente ya no se emprenden semejantes empresas porque han dejado de ser redituables?
Pienso a la vez en el público, la mayoría de las altas esferas sociales, que alguna vez acudió a estos teatros y palacios a sentarse en sus palcos y lo contrasto con la audiencia actual. ¿Se aburrían también algunos de ellos? ¿Acudían por mera pose? ¿Alguna opulenta jovencita anhelaba no estar ahí y mejor escabullirse a escuchar al «conejito malo» de su época?
Como sea, me inclino a pensar que aquellos tiempos se han esfumado y difícilmente podemos hablar de un Beethoven moderno o sinfonías semejantes. Y quizá no está del todo mal. Quizá gracias a ello estas sinfonías han conseguido el mayor sueño del ser humano: volverse inmortales y perdurar en la eternidad.