Ayer fui al funeral de R, un chico de buena estatura, físico agraciado y cara atractiva. Lo poco que puedo decir de él como persona se limita a los pequeños momentos en los que nos cruzabamos en un gimnasio local u otros lados y nos saludabamos brevemente. Y de estos pocos solo puedo decir que siempre fue bueno conmigo.
A sus veintitantos podría decirse que R tenía toda una vida por delante. Se fue a probar suerte a Monterrey a pesar de la insistencia de su madre de permanecer cerca de la familia y hallar un trabajo en la Ciudad de México. Una historia que se repite generación tras generación.
Hasta ahí todo bien, R pronto alcanzó la relativa estabilidad y aprovechaba los escasos momentos que le presentaban su trabajo y su economía para darse sus escapadas y visitar a la familia: sus padres, un hermano y una hermana. Rutina que se vio interrumpida hace poco más de dos semanas por un terrible accidente de trabajo que por respeto a muchos solo calificaré de indescriptible. Sobrevivió de milagro y pese a los buenos pronósticos su vida lamentablemente se extinguió el pasado viernes.
Su aún joven madre luce una tranquilidad pocas veces vista, como si el proceso de asimilación llevara un gran progreso. Él padre por el contrario en todo momento se muestra deshecho. Aunque ambos viajaron a verlo, por cuestiones del trabajo solo ella pudo quedarse durante lo que serían sus últimos días. «Me había prometido traerlo de vuelta» – me dice mientras le doy el pésame y añade que ella misma guardaba mucho optimismo. Me da detalles que en parte explican su calma. Casi para concluir me dice: «Descubrí una parte importante de mi hijo. Siempre tuve mis dudas acerca de si sería un buen chico una vez alejado de la familia. Para mi sorpresa, descubrí que se había hecho de muy buenos amigos, amigos que sufrieron conmigo y me ayudaron en todo momento. Es muy triste haberlo descubierto tan tarde». Solo en ese momento un par de lágrimas lograron aparecer en su rostro.
Durante el funeral sus mejores amigos (los de acá de sus rumbos) permanecieron sentados juntos. Acordaron de antemano vestir o portar algo rojo. Uno de ellos tomó la palabra: «R no era un chico perfecto, era un chico con errores y con muchas inquietudes. Era un simple chico como cualquiera de nosotros».